Por Luis De la Calle-Robles*, CIDE
El 8 de enero pasado, dos policías y diez cartonistas que laboraban en el semanario satírico Charlie Hedbo fueron asesinados en París, Francia. Al grito de “Dios es grande”, dos radicales islámicos vengaron violentamente las supuestas afrentas que el semanario había provocado a su religión. A pesar de contar con entrenamiento militar, sin embargo, ambos terroristas, junto a un tercer colaborador, acabaron siendo abatidos por las fuerzas de seguridad en poco más de un día de caza y captura. En total, los atentados acabaron con la vida de 20 personas, entre víctimas y victimarios.
La conmoción provocada por los atentados de París no es nueva. Ya hace cien años, los anarquistas sembraban el pánico en las democracias occidentales con tácticas parecidas: el ataque cuasi-suicida y la propaganda por el hecho. El 24 de junio de 1894, por ejemplo, un anarquista italiano apuñaló hasta la muerte al presidente de la República francesa, Sadi Carnot, a la vez que gritaba “¡larga vida a la revolución, larga vida al anarquismo!” En respuesta a la oleada de terrorismo anarquista, se organizaron varias conferencias internacionales en las que se intentaron poner los cimientos para que los principales gobiernos occidentales incrementaran la vigilancia sobre aquellas personas envueltas en actividades anarquistas (aunque no fueran violentas), y compartieran información sobre posibles anarquistas radicales. En un eco curioso del pasado más reciente, incluso se intentó aprobar un protocolo secreto de “guerra contra el anarquismo”, pero pocos gobiernos decidieron apoyarlo formalmente. La derrota del anarquismo no se debió a la fuerza de las armas “capitalistas”, sino a la debilidad de su programa de gobierno.
Los fundamentalistas islámicos de hoy en día muestran notables similitudes con el accionar armado de los anarquistas, no sólo en su baja aversión al riesgo, sino también en las tácticas armadas que emplean, así como en sus estrategias de victimización de las sociedades que atacan. Pero el fundamentalismo violento también muestra algunas características que desgraciadamente le auguran un futuro más prometedor que el que tuvieron las redes anarquistas que operaron entre 1875 y 1939.
En primer lugar, el fundamentalismo islámico ha sido capaz de combinar los ataques terroristas internacionales con el apoyo a insurgencias locales enfocadas en derribar gobiernos a los que acusan de apostasía. La originalidad de Al Qaeda estuvo en combinar ambas luchas: para acabar con los regímenes locales opuestos a los fundamentalistas, se hacía necesario atacar a las potencias occidentales que armaban y financiaban a dichos regímenes. Sin el apoyo occidental, teorizaban, estos gobiernos caerían como un castillo de naipes. Al Qaeda le apostó a la vertiente internacional del terror, pero con poco éxito. Irónicamente, son algunas de las ramas locales asociadas a AQ (como la siria o la yemení) las que están conquistando territorio e estableciendo campos de entrenamiento en los que se entrenan los terroristas que realizan atentados en Occidente.
Y en segundo lugar, el fundamentalismo cuenta con un amplio caldo de cultivo entre los millones de musulmanes europeos que se sienten ciudadanos de segunda clase y encuentran que el islam nunca será aceptado como parte del núcleo identitario de la región. Para estos jóvenes excluidos de la red de bienestar al contar con pocas oportunidades laborales, la socialdemocracia sólo se preocupa por sus grupos clásicos de apoyo (como jubilados y trabajadores sindicalizados), mientras que la extrema-izquierda es demasiado laica; imposible mirar tampoco a la derecha, donde los partidos se pelean por ofrecer una visión más excluyente de la identidad nacional. En ese vacío ideológico, el foco de atracción religioso es muy cautivador, más aún con los actuales éxitos armados del Estado Islámico en Siria e Iraq.
Con esta cantera de reclutas, y con la existencia de centros de entrenamiento en las zonas bajo control yihadista, es fácil pensar que desgraciadamente habrá más atentados en suelo europeo. La solución, por otro lado, no es tan fácil: si Occidente interviene de nuevo en el conflicto sirio-iraquí, los derrotados buscarían vengarse con más ataques internacionales; si, por el contrario, Occidente abandona a su suerte a los sátrapas árabes, un posible triunfo de los fundamentalistas abriría la puerta a mejores y más sofisticadas tácticas para atentar contra blancos en el mundo occidental. Dada la crisis identitaria que azota a las principales democracias occidentales, el escenario aislacionista parece sin duda más probable que el escenario guerrero.
* Luis De la Calle-Robles es Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el European University Institute (Italia) y Profesor Investigador Titular de la División de Estudios Políticos. Sus líneas de investigación se centran en movimientos sociales y políticos; terrorismo y violencia; guerras civiles; nacionalismo e Iberoamérica.